Las cuevas sagradas de Treviño

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Revisión de 15:49 12 jul 2011

Por los valles más escondidos de Treviño y la Montaña Alavesa discurren las aguas del pequeño río Ayuda y una maraña de arroyos afluentes, que forman un laberinto de barrancos, acantilados y pináculos rocosos en los que se pierde el sentido de la orientación. Aquí se ocultan más de 100 cuevas artificiales, excavadas por el hombre hace muchos siglos. Una auténtica civilización rupestre que reúne algunas de las iglesias y cementerios cristianos más antiguos de Euskal Herria y que podemos explorar siguiendo los senderos de esta ruta secreta por las cuevas sagradas de Treviño.

Igual que hace siglos, en los valles altos de Treviño y la Montaña Alavesa, crece robusto el trigo de primavera. Los campos de cereal que fueron ganados al bosque por el hacha y el fuego ocupan todas las zonas planas de la cuenca del río Ayuda y penetran por los estrechos valles laterales o lenguas verdes entre los árboles.

Por uno de esos desfiladeros sin salida, llegamos al pueblo de Faido.

Un sendero empinado nos lleva entre los arbustos hasta las cuevas de San Julian y San Miguel, y una puerta abierta en la peña de caliza margosa nos invita a entrar en el interior.

A través de la puerta vemos el otro lado de la barranca, con paredes aún más altas, en las que se adivina la silueta de una iglesia incrustada en la roca.

Dominando el valle de Faido, en lo alto de un risco, se alza la iglesia de Nuestra Señora de la Peña a la que se accede por una estrecha y empinada vereda.

Aunque la subida nos haga sudar, merece la pena llegar hasta aquí, para descubrir uno de los lugares más emocionantes de la geografía alavesa. La ermita aún está viva aunque sólo se utiliza una vez al año.

Desde Faido saltamos al siguiente valle hacia el este, al de Laño, para desde ahí acercarnos a las Gobas y San Torcaria, cuevas realmente sorprendentes.

El pueblo de Laño está al fondo de este estrecho valle. Nosotros viajamos en dirección norte, desde el fondo del valle hacia la puerta del mismo. Puerta que forman dos paredes rocosas.

Exploramos primero la pared oeste. Las Gobas, así se llama este paraje en el que aquellos labradores del siglo VI, siguiendo el ejemplo de los viejos ermitaños, buscaron el abrigo de estos acantilados, para crear sus iglesias. San Torcaria, al otro lado del valle. En el risco de San Torcaria es sorprendente encontrarse con alguien, pero a veces ocurre. Hay que buscar una senda junto a la carretera que asciende al resguardo del bosque para llegar hasta la base de la pared. Pero hay quien no se conforma con la base de la pared.

Un sendero, que entonces debió de ser la calle mayor de este poblamiento, recorre toda la base de las paredes. Por él llegamos hasta la primera iglesia, donde podemos descansar en el banco de piedra que recorre toda la pared.

Enfrente, las Gobas que hemos visitado antes. Seguimos caminando por el sendero de San Torcaria para descubrir nuevas formas oradadas en la pared.

La galería de árboles está llena de susurros de voces del pasado que surgen de las piedras. Nos sorprende la acumulación de iglesias en este valle minúsculo. Son por lo menos cuatro entre las dos paredes que enmarcan la entrada del valle.

Abandonamos el valle de Laño saliendo por el estrecho desfiladero, en dirección nordeste. De Laño vamos a ir al pueblo de Markinez pero sin entrar todavía en él porque un par de sorprendentes rincones nos aguardan en sus proximidades.

Markinez, con su iglesia casi apoyada sobre la ladera, nos sirve de referencia para encontrar la senda del arroyo Gurtatia. Este camino nos conduce, sin complicaciones, hasta las cuevas de San Salvador. Bajo una visera natural de piedra, se abren las bocas de estas pequeñas grutas.

Penetramos por una de las ventanas y vemos que, a pesar de su nombre tan sagrado, no tiene aspecto de iglesia, sino más bien de una minúscula vivienda. Hasta hace poco ha sido utilizada como abrigo de pastores, degradando lo que fue una santa capilla hace 1500 años.

Justo a la espalda del pueblo de Markinez, se extiende el sorprendente barranco de Sasualde. Es una quebrada deshabitada la que el agua y la erosión diferencial de la caliza han creado un laberinto mágico de mesetas, tablas colgadas y torreones que parecen a punto de desplomarse al vacío.

La iglesia de Markinez, oculta la base del gran peñón de Askana y unas escaleras talladas en la piedra, nos conducen a la ermita rupestre de Santa Leocadia, excavada en el interior de la peña.

En las afueras de Markinez hacia el norte vamos a visitar la ermita románica de San Juan y el monolito de la peña del Castillo. Están apenas a unos centenares de metros del pueblo.

Siguiendo la carretera que va al pueblo de Arluzea, encontramos enseguida una pista que va a la izquierda que nos llevará hasta una de las joyas del románico alavés, la ermita de San Juan de Larrea.

Esta roca agujereada fue un castillo, la llamada Peña del Castillo, una auténtica fortaleza en miniatura. Con su aljibe para recoger agua de lluvia vaciado en el interior de un torreón natural de roca viva. Y con unos peldaños tallados en la piedra, que conducían por una escalera secreta hasta lo alto de la Atalaya. Una torre defensiva que completaba su altura con fuertes muros de piedra y, desde la cual, podía vigilarse todo el valle de Markinez.

En este valle secreto y perdido cada peña parece una roca o un castillo y las piedras calizas se vacían para convertirlas en refugios. Esta es una tierra salvaje.

Al oeste de Markinez se levanta la meseta de los rasos del Gurugú, donde viven los mejores caballos de montaña de Álava. Y si seguimos su galope hacia el Oeste, llegaremos a Sáseta y de ahí, atravesando el cañón, del río Aiuda hasta Okina, el final de nuestra ruta.

Sáseta es la llave para acceder al cañón de Okina, la hendidura que se ve en el horizonte, cortando la línea de montes. Es un pueblo que pertenece al enclave del condado de Treviño.

Desde Sáseta el camino enfila directamente hacia el norte. Es un tramo de un antiguo camino real, una pista ancha y cómoda por la que circulaban las mulas cargadas de pellejos de vino y volvían días más tarde llevando en sus alforjas pescado seco y herramientas de hierro.

Discurre en paralelo a las aguas transparentes del río Ayuda y se interna progresivamente en un corredor cada vez más sombrío y estrecho. El río es en este tramo un simple arroyo saltarín que en cada recodo nos invita a bajar a refrescarnos en sus pozas de agua helada.

Este riachuelo de apariencia inocente es el que ha cortado limpiamente la barrera calcárea de los montes de Vitoria formando el cañón por el que se trazó este camino real también conocido por el del vino y el pescado por ser éstos los productos más acarreados por la zona.

El cañón tiene algunos pasos estrechos que fue necesario ampliar a golpe de pico. A sus lados se alzan paredes que en algún punto alcanzan los 100 metros de altura pero que difícilmente podremos ver porque nos lo impiden las ramas de los árboles.

Este pasillo oscuro entre las hayas comienza a abrirse según ascendemos sin apenas notar la cuesta, entonces el río se remansa y descubrimos las primeras praderas jugosas a las que habitualmente vienen a pastar los potros y terneros de los pastores de Okina, nuestro destino final.

Okina es una aldea ganadera en el corazón oriental de los montes de Vitoria. Alta y tan fría en invierno que algunos días queda aislada por la nieve.

Hemos recorrido algo más de 20 kilómetros por una tierra casi virgen que no ha cambiado demasiado en los últimos 1000 años.

Desde las cuevas sagradas de Faido y Laño hasta los barrancos de Markinez con sus torreones de roca para llegar, finalmente, al cañón del río Ayuda, entre Sáseta y Okina. Sorprendente paseo por las tierras altas de Treviño y la montaña alavesa.

Datos de Interés Faido es una aldea encajonada que nunca ha llegado a tener más de 50 vecinos y que está rodeada de pequeños cerros rocosos. Enseguida descubrimos que estas rocas tienen ojos y boca.

Cuevas de San Julián y San Miguel: Esta gruta artificial fue un lugar de oración, el refugio de un eremita solitario de hace 1500 años, que labró con sus propias manos estas cavidades para ocultarse del mundo. Allá por el siglo VI unos monjes y ermitaños remontaron estos valles secretos buscando precisamente esto, perder el contacto con el resto del mundo.

Ermita de Nuestra Señora de la Peña: En su interior descubrimos que es como un juego de muñecas rusas. La pequeña iglesia gótica en la que hemos entrado, construida de piedra y mortero, tiene sus retablos pintados en el siglo XVI, su nave y su altar. Pero a su vez contiene dentro otra iglesia excavada en la roca, con la imagen de la virgen y todavía más al interior, se abren nuevas cámaras, aun mas profunda que demuestran que ésta es una peña vaciada por dentro. Este fue el refugio de una comunidad cristiana en los tiempos del reino visigodo.

En el valle que nos lleva hasta Laño lo que menos ha cambiado en los últimos siglos son probablemente los campos de trigo, cereal que también atrajo a los primeros pobladores de éste desfiladero, a desmano de cualquier ruta conocida. Aquí tenían la posibilidad de cultivar su pan, lejos de los ojos codiciosos de invasores, guerreros y clanes poderosos.

Las Govas: Toda la base de la pared está taladrada. El hecho de ser roca caliza blanda facilitó bastante el trabajo. Esta es una de las mayores concentraciones de estancias y templos rupestres de toda la península ibérica.

Imitando a las iglesias edificadas a campo abierto, estas cuevas tenían bóvedas con arcos, altares y sacristías interiores aunque hoy en día, muchas de estas cavidades parecen simples habitaciones porque de tanto vaciar la base de la montaña, el acantilado acabó desplomándose y destruyendo la pared de entrada.

Hubo un tiempo en el que el suelo de esta vieja iglesia se llenó de tumbas de adultos y de niños. Este era un valle santo. Sus piedras rezumaban oraciones y cantos sagrados. Y no sólo en la pared oeste, en la de enfrente aún vivía más gente.

Las cuevas de Treviño y los hombres que las excavaron son todavía un misterio. Parece probado que ya en el siglo V vinieron a vivir ermitaños solitarios, después comunidades de monjes que conocieron la conquista musulmana y finalmente, aquí se refugiaron familias de campesinos hasta que las cuevas fueron definitivamente abandonadas en el siglo XI para crear los pueblos de la llanura. Pero todavía resultan inexplicables algunas cuevas colgadas en el acantilado a las que sólo se podría acceder con cuerdas o con peligrosas escalas. Tal vez fueron celdas especiales para aislar a monjes castigados o necesitados de un periodo de reflexión en completa soledad o simplemente eran graneros de trigo a salvo de los roedores y de cualquier banda de salteadores. Lo que es seguro es que estos barrancos vivieron una época de actividad sorprendente y febril que no volvió a repetirse jamás.

¿Quién fue la San Torcaria a la que estuvo dedicada esta iglesia? Es otro misterio, tal vez fue la forma vasca de denominar a Santa Leocadia, una joven mártir toledana del siglo IV de la que fueron muy devotos los últimos reyes visigodos y también los asturianos.

¿Cuántos hombres y mujeres vivieron entonces en estos agujeros y en las cabañas al pie de las peñas? Es imposible saberlo, pero ésta es una auténtica ciudad sagrada que muchos han comparado con la famosa Capadocia de Anatolia, en la actual Turquía. Sin embargo, en su última etapa de ocupación esta debió de ser más una ciudad de muertos que de vivos, un verdadero panteón colectivo que aprovechó muchas de las estancias, iglesias y almacenes para llenarlas de tumbas.

Cuándo los últimos habitantes de las cuevas bajaron a fundar la aldea de Laño en el fondo del valle, debió de ser porque finalmente se sentían seguros y la amenaza del Islam se había alejado definitivamente...igual que ellos se alejaban para siempre de sus cavernas.

El pueblo de Markinez es una antigua villa señorial que aún conserva buenas casonas de piedra blasonadas. Pero el origen de la población debió de estar situado cerca de ésta parroquia, una maciza iglesia gótica dedicada a Santa Eulalia, la santa favorita de la Hispania visigoda.

Ermita rupestre de Santa Leocadia: una verja protege el interior, después de que parte del acantilado se derrumbara pero no nos impide ver que en la pared del fondo hay unas toscas figuras en relieve que tienen más de 1000 años. Se dice que pueden ser la representación de Epona, la diosa gala protectora de los caballos que fue aceptada por los jinetes romanos y bárbaros.

Ermita de San Juan de Larrea: Su estilizada portada con finas columnillas de piedra, nos indica que éste es el trabajo de algunos de los mejores maestros canteros del siglo XIII. Así lo confirma una larguísima inscripción que recuerda el día en el que fue consagrada. Diciembre de 1226, cuándo estas tierras pertenecían ya al rey Fernando de Castilla y cuándo ya eran inútiles los viejos castillos del rey de Navarra.

Sáseta: aunque aquí se hablaba una variante del euskara vizcaíno hasta hace apenas 200 años. Sáseta vivió su momento de mayor esplendor durante el siglo XVI cuándo las caravanas de arrieros cruzaban por aquí, buscando un atajo entre la Rioja y la Llanada Alavesa.

Pero hace unos años estuvo apunto de extinguirse, sólo quedaba un vecino. El nombre de Sáseta significa "manzanedo" y entre los manzanos nuevos de la taberna Larrein, los viajeros todavía pueden encontrar una buena mesa en la que reponer fuerzas, antes de afrontar el último tramo de la ruta. Como en los viejos mesones...chorizo, queso y buen vino para seguir el camino.

Okina vivió al servicio del camino que atraviesa el cañón. Tiene título de Villa y, aunque aquí nada hay que nos recuerde a una ciudad, su calle principal todavía se llama pomposamente calle Real, en recuerdo al camino.

Hoy ya no paran en la fuente de la Piruleta las caravanas de mulas cargadas de mercancías. Ni suben a la iglesia de la Asunción los arrieros a pedir protección para el viaje. Pero Okina bien vale un paseo y poder mirar desde la altura de los cerros que la rodean todo lo que hemos recorrido por estos valles alaveses desconocidos.

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